Currita y Jeromo eran dos jóvenes gitanos que vivían en Cañada del Hoyo y cuyas familias se llevaban a matar, una situación sin nada de particular hasta el día en que, como manda este tipo de leyendas, les dio por enamorarse. Con buen criterio, la familia de él decidió mudarse para evitar que la sangre llegase al Guadazaón, pero la tragedia tantas veces repetida de Romeo y Julieta siguió su curso, y fue que Jeromo, camino ya de Los Oteros, sintió cómo Currita, víctima quizá de un intento de suicidio mal calculado, se ahogaba dando voces de auxilio en una de las siete lagunas que allí cerca hay y había, imposible saber cuál, imposible socorrerla.
Fue a la mañana siguiente cuando todos descubrieron que el agua de una de las lagunas había adquirido un extraño verdor, más blanquecino de lo habitual, asaz luminoso. De nada sirvió la cruz que la gente del pueblo instaló para conjurar el prodigio –por si era maleficio–: el mismo fenómeno se reproduciría en adelante todos los años a primeros de agosto, como en conmemoración de Currita, a la que nada nos cuesta imaginar, para redondear la conseja, dueña de dos hermosos ojos verdes.
Así es cómo la leyenda explica el cambio de color que aún afecta, por esas fechas, a la laguna de la Gitana o de la Cruz, nombres que también quedan explicados. Lo que falta por explicar es que las de Cañada del Hoyo no son simples lagunas, sino torcas u hondonadas circulares a modo de cráteres originadas por los caprichos de la erosión en la roca caliza –muy cerca están las torcas de los Palancares, que ya conocemos de anteriores excursiones–. Mas, a diferencia de otras torcas, éstas se han inundado al alcanzar en profundidad el manto freático. Y, para más singularidad, está el color de sus aguas, que son de todos los verdes imaginables, incluso cambiantes, un proceso éste en el que intervienen no se qué bichejos microscópicos, tan enigmático para nosotros como la licuación de la sangre de San Pantaleón.
En realidad, no hay que esperar hasta agosto para presenciar ningún prodigio. Bastante maravilla es llegar una mañanita de primavera a la Gitana, que está justo enfrente del aparcamiento, y hallar el espejo de sus aguas enmarcado por el oro de las aulagas floridas y la plata de los troncos de los pinos laricios, y a los pies de éstos, verde como la laguna y yerta como la calé de la leyenda, una Graellsia isabelae, la mariposa más bella de España. A dos pasos de aquí, hacia la derecha, quedan la lagunilla y la laguna del Tejo –la mayor de las siete, con 175 metros de diámetro–, que rodeamos avizorando desde su borde acantilado las siluetas de los barbos.
De vuelta en el aparcamiento, y siguiendo las indicaciones de un panel informativo, tomamos el camino que bordea por la derecha la laguna de la Gitana para ir en busca del aula de la naturaleza Siete Leguas, de propiedad privada. Rebasada la puerta de la finca, una pista asfaltada nos guía por el pinar hasta llegar, cuando se cumple una hora de paseo, a la taquilla –2 euros los adultos, 0,8 los niños–, junto a la que nace un itinerario señalizado por las cuatro lagunas restantes, empezando por la de la Parra, que anega un selvático y escarpado hondón con sus linfas cristalinas, de un profundo color verde botella, con reflejos como de piedra preciosa.
Verde esmeralda, con un acentuado matiz lechoso, es la siguiente laguna, la de las Cardenillas, y verde como el trigo verde de la vega cerealista del Guadazaón que se explaya a su vera, la de las Tortugas, además de mínima.
La séptima y última laguna, la Llana, no nos llama tanto la atención por su color como por sus suaves orillas, que en lugar de cortados rocosos exhiben carrizales que son de buena querencia de las garzas y las ánades. El regreso lo hacemos de nuevo por la pista asfaltada y el camino que bordea la Gitana. Ya es otra hora. Ya es otra luz. Ya es otro el verde de sus aguas. Pero, en el fondo, su misterio es el mismo. En el fondo.