BASTA YA
Frutos Secos, especias, té, miel, verduras y esos exquisitos pasteles llamados “delicias turcas” se apilan en los puestos del bazar de las especias junto al puente Gálata. Los compradores se arremolinan alrededor de los productos y los vendedores gritan en medio del caos.
¡Hola! Dice una voz a mi lado. Es un joven de poblado bigote negro y gran sonrisa.
No, gracias. Sólo estoy mirando. Contesto.
Me sonríe de nuevo, se acerca y me susurra: ¿Afrodisíacos?
¿Afro.....? Ah si, el remedio del sultán. He leído acerca de un sultán que tenía problemas para alcanzar el nivel esperado de una persona de su rango, cuyo doctor le recetó un brebaje gracias al cual pudo engendrar muchos hijos con sus numerosas esposas.
El vendedor me invita a seguirle al interior de su tienda y de un estante coge un pequeño paquete cuya etiqueta dice “Harén. Mil y una noches. Poción real de amor” Y......¡hay que joderse! En español.
¿Cuánto? Le pregunto.
Un millón quinientas mil liras turcas. Un millón le digo, tratando de parecer firme en mi oferta. El vendedor mira a una mujer que hay tras la caja registradora. Durante unos segundos parecen discutir entre ellos. De acuerdo un millón.
Cojo mi trofeo y regreso por el puente Gálata para reunirme con Isa con la esperanza de olvidarme de la nevera por esta noche........La parte asiática de Estambul me recuerda que es el único lugar del mundo que une dos continentes, pero es incapaz de ablandar a Isa.
Nubes de humo brotan de un esquife atado al muelle con el aroma del pescado fresco cocinado sobre ascuas. Fornidos hombres rellenan pan tierno con filetes de caballa, trozos de cebolla dulce y limón para hacer con todo ello uno de los mejores bocados que jamás haya probado, mientras reflexiono en que aquí durante siglos confluyeron las rutas comerciales, se enfrentaron los ejércitos de Europa y Asia y se mezclaron sus culturas. Desde sus remotos y humildes orígenes, la ciudad creció hasta convertirse en la más influyente del mundo, en el centro de dos imperios sucesivos que, entre ambos, sumaron más de 1.500 años.
En medio de una población de unos ocho millones, con frecuentes atascos y graves problemas de contaminación, el visitante se topa con verdaderos tesoros: vestigios de grandes muros defensivos, cisternas y acueductos antiguos, iglesias bizantinas, mezquitas otomanas y enormes palacios de emperadores y sultanes. También se encuentra con bazares rebosantes, una cocina que combina las mejores del mundo, grandes museos, barrios encantadores, atractivos espectáculos nocturnos y un impresionante frente marítimo donde atracan transbordadores, petroleros, barcos de pesca y yates privados que se mueven arriba y abajo del Bósforo. Y, por todas partes, turcos de sonrisa fácil que se esfuerzan por conseguir que Estambul sea un lugar muy agradable de visitar.
Los orígenes de Estambul pueden rastrearse hasta el 658 a.C., cuando el griego Bizas de Megaria estableció allí una colonia con el nombre de Bizancio. En el 330 d.C., el emperador Constantino el Grande hizo de ella la Nova Roma, capital de su nuevo imperio. Y mientras el occidente de Europa se sumía en la Edad Oscura, la ciudad alcanzaba un gran poder.
El Imperio llegó a su máxima extensión con Justiniano I que dejó como legado más destaco Santa Sofía, que fue la principal iglesia de la cistiandad durante más de 900 años, hasta su conversión en mezquita en el siglo XV, cuando le fueron agregados contrafuertes y minaretes. Su gran cúpula, una verdadera hazaña de ingeniería de 15 pisos de altura, fue construida con ladrillos ligeros y descansa sobre pilares macizos y medias cúpulas. Cuando los visitantes miran hacia arriba todavía se rinden ante su grandeza.
A unos pasos de Santa Sofía se encuentra otro legado de Justiniano, la Cisterna de la Basílica. Esta inmensa reserva de agua se alimentaba con aguas del norte, transportadas hasta allí por acueductos de piedra. Cientos de elegantes columnas y arcos de ladrillo sostienen el techo abovedado de ocho metros de altura. Varias pasarelas elevadas permiten recorrerla.
Pero el lugar más famoso del barrio es el palacio Topkapi, construido por Mehmet el Conquistador. Llegó a ser el hogar de 5.000 personas, famoso por su tamaño y opulencia, por las intrigas políticas , y sobre todo, por su harén, donde cientos de bellas mujeres complacían las pasiones y caprichos del sultán. La vida en el harén ha hecho volar la imaginación durante más de cuatro siglos y medio, siendo este laberinto de 400 habitaciones el lugar más visitado del palacio.
Sin embargo Topkapi es más que un harén. En las antiguas cocinas se descubre una colección de porcelanas chinas que por calidad y antigüedad, son de las más valiosas del mundo. En el museo del palacio se contemplan algunos de los objetos más curiosos del mundo: un diente de Mahoma, algunos de sus cabellos y la huella de su pie; un bastón que perteneció a Moisés y la mano y los huesos del brazo de Juan el Bautista.
Tras cruzar el puente Gálata se visita el barrio nuevo europeo, el lugar al que los griegos bautizaron como Pera y donde se encuentra el hotel más famoso de Estambul, el Pera Palas construido para alojar a los pasajeros que llegaban en el Orient Express. Centro de la vida social de la ciudad durante siglos, la lista de sus huéspedes famosos es larguísima. El más legendario es Ágatha Christie que, en la habitación 411 escribió su novela “Asesinato en el Orient Express”.
En un paseo por el barrio, se llega a la Torre de Gálata. Construida como defensa por los genoveses, los otomanos la transformaron en prisión, y posteriormente en observatorio desde lo más alto, a principios de siglo XVII, el joven Hezarfen Ahmed trepó a ella, se ajustó unas alas que él mismo había fabricado y se deslizó volando a través del Bósforo hasta el lado asiático, cubriendo una distancia de algo más de 3 km. Ahora es un mirador con una gran panorámica: la ciudad vieja y el mar de Mármara al sur, Asia al este, el estrecho del Bósforo al norte y el Cuerno de Oro al oeste.
Ya tarde de una mezquita situada al norte llega el grito amplificado del muecín que llama a los fieles a la oración. Segundos después se oye otra llamada, procedente del sur. A ellas se une otra y otra y otra más. La música se eleva sobre la ciudad cuando las 200 mezquitas de Estambul se unen a la sinfonía.
El palacio Dolmabahçe, a orillas del Bósforo, fue construido por el sultán Abdül Mecit para sustituir al Topkapi, que le resultaba demasiado grande. La apreciación es relativa, pues el nuevo y pequeño, tiene 285 habitaciones. No escatimó en gastos: instaló un hamam de alabastro, arañas de cristal de Baccarat y una enorme entrada ceremonial, autentica filigrana de panes de oro y pinturas. Y, por supuesto, un inmenso harén. Las colecciones expuestas se ajustan al lujo y exceso asociadas a los sultanes y ayudan a comprender porque Turquía estaba en bancarrota cuando el Imperio otomano se hundió, tras la primera guerra mundial.
Sin quitarme de la cabeza lo poco que me había servido la compra de la “poción real” y el enorme harén, tomo la decisión de visitar unos baños públicos de la ciudad. Me habían dicho que una sesión en un buen hamam, relaja los músculos, elimina impurezas de la piel e incluso cura la depresión, además de otras enfermedades. Elijo el Cagaloglu Hamani, de la ciudad vieja, con 300 años de antigüedad y su interior es todo de mármol claro y madera oscura que le dan un aspecto venerable y agradable.
A cambio del pago me entregan unos zuecos, una toalla y una llave de vestuario. Con la toalla como única vestimenta, me dirijo a la sauna y me tumbo sobre las losas de mármol y al poco un fornido tipo de pelo en pecho y gran bigote negro me gesticula para que me tumbe sobre el estómago. Luego me aplica una serie de intensas friegas en la espalda, los brazos y las piernas. Luego, me lleva a un lavabo de mármol, y me sienta en un pequeño banco. Me arroja varios cuencos de agua caliente sobre la cabeza y me frota de nuevo con algo parecido a una esponja, como si quisiera borrarme un tatuaje. Me enjabona todo el cuerpo y después me aclara. Cuando termina, estoy seguro de dos cosas: no haber estado nunca tan limpio y que un hamam no es un harén.
Tres de las mezquitas que nadie debería perderse son la del sultán Ahmet, construida cerca de Santa Sofía, y la de Süleymaniye. La primera, más conocida como la mezquita Azul por su decoración con 20.000 azulejos procedentes de Iznik. Sus seis minaretes (casi todas las mezquitas tienen cuatro o menos), permiten identificarla sin problemas y no es difícil entender porque es la más visitada de la ciudad.
Süleymaniye fue ordenada por Sueleimán el Mágnifico y construida bajo la dirección de Sinán, uno de los grandes arquitectos de la historia. Está considerada como la mezquita más perfecta. La enorme bóveda interior, los exquisitos azulejos, las ventanas de cristal pintado, los mármoles, los trabajos con madera incrustada de marfil y las llamativas inscripciones caligráficas justifican ese juicio.
Y la pequeña Rüstem Pasa, también obra de Sinán, a poca distancia del Bazar de las Especias. Su interior vacío de turistas, resulta deliciosamente acogedor. Los bellos azulejos de Iznik parecen aquí más impresionantes.
Otra visita obligada, aunque de índole distinta es el salón de narguile Corlulu Medresesi. En su interior, un oasis de paz en medio del bullicio urbano, varios hombres aspiran, con largos tubos con boquilla de metal, mientras conversan rodeados por nubes de un humo muy dulce. Siempre hay alguien dispuesto a enseñar la técnica y animarte. Pese a que el humo es suave, el mareo no tarda en presentarse.
Tras este paréntesis, el camino nos llevará Al Gran Bazar, un laberinto de avenidas y pequeños puestos que se remonta al siglo XV. En este batiburrillo pueden adquirirse alfombras, monedas, joyas de oro y plata, utensilios de cobre, armas, almohadas, objetos de piel, pipas, turbantes y mil otros productos. Después de la visita, de horas o de días, cuando se logra salir, hay que buscar un vendedor callejero de “kokoreç”. Una mezcla de carne a la parrilla, servida con tomates y pepinillos en pan fresco de pita, con aspecto apetecible hasta que te enteras de que se elebora con intestinos de cordero. Ante mi expresión, el vendedor completa la información con un tranquilizador......”primero se limpian” A pesar de las reservas, hay que admitir que el “kokoreç” está bueno.
Animado por sus sabios consejos y el entendimiento del idioma que muestra, me atrevo a preguntarle por la poción de amor que había adquirido. Entonces cuenta un viejo dicho turco “Si el marido la toma, la mujer no puede dormir; si la mujer la toma, el marido no puede dormir, pero si la toman las dos, entonces son los vecinos los que no pueden dormir”. Alegre miro a Isa a quién sorprendo intercambiando una risita burlona con el vendedor que me hace pensar que voy a seguir sin tener suerte.
Mucho queda por ver en esta hermosa ciudad donde sus habitantes parecen siempre sonreir y estar alegres por vivir, pero nuestro tiempo ha tocado a su fin. ¡VOLVEREMOS!
Por la vida, ilis
Frutos Secos, especias, té, miel, verduras y esos exquisitos pasteles llamados “delicias turcas” se apilan en los puestos del bazar de las especias junto al puente Gálata. Los compradores se arremolinan alrededor de los productos y los vendedores gritan en medio del caos.
¡Hola! Dice una voz a mi lado. Es un joven de poblado bigote negro y gran sonrisa.
No, gracias. Sólo estoy mirando. Contesto.
Me sonríe de nuevo, se acerca y me susurra: ¿Afrodisíacos?
¿Afro.....? Ah si, el remedio del sultán. He leído acerca de un sultán que tenía problemas para alcanzar el nivel esperado de una persona de su rango, cuyo doctor le recetó un brebaje gracias al cual pudo engendrar muchos hijos con sus numerosas esposas.
El vendedor me invita a seguirle al interior de su tienda y de un estante coge un pequeño paquete cuya etiqueta dice “Harén. Mil y una noches. Poción real de amor” Y......¡hay que joderse! En español.
¿Cuánto? Le pregunto.
Un millón quinientas mil liras turcas. Un millón le digo, tratando de parecer firme en mi oferta. El vendedor mira a una mujer que hay tras la caja registradora. Durante unos segundos parecen discutir entre ellos. De acuerdo un millón.
Cojo mi trofeo y regreso por el puente Gálata para reunirme con Isa con la esperanza de olvidarme de la nevera por esta noche........La parte asiática de Estambul me recuerda que es el único lugar del mundo que une dos continentes, pero es incapaz de ablandar a Isa.
Nubes de humo brotan de un esquife atado al muelle con el aroma del pescado fresco cocinado sobre ascuas. Fornidos hombres rellenan pan tierno con filetes de caballa, trozos de cebolla dulce y limón para hacer con todo ello uno de los mejores bocados que jamás haya probado, mientras reflexiono en que aquí durante siglos confluyeron las rutas comerciales, se enfrentaron los ejércitos de Europa y Asia y se mezclaron sus culturas. Desde sus remotos y humildes orígenes, la ciudad creció hasta convertirse en la más influyente del mundo, en el centro de dos imperios sucesivos que, entre ambos, sumaron más de 1.500 años.
En medio de una población de unos ocho millones, con frecuentes atascos y graves problemas de contaminación, el visitante se topa con verdaderos tesoros: vestigios de grandes muros defensivos, cisternas y acueductos antiguos, iglesias bizantinas, mezquitas otomanas y enormes palacios de emperadores y sultanes. También se encuentra con bazares rebosantes, una cocina que combina las mejores del mundo, grandes museos, barrios encantadores, atractivos espectáculos nocturnos y un impresionante frente marítimo donde atracan transbordadores, petroleros, barcos de pesca y yates privados que se mueven arriba y abajo del Bósforo. Y, por todas partes, turcos de sonrisa fácil que se esfuerzan por conseguir que Estambul sea un lugar muy agradable de visitar.
Los orígenes de Estambul pueden rastrearse hasta el 658 a.C., cuando el griego Bizas de Megaria estableció allí una colonia con el nombre de Bizancio. En el 330 d.C., el emperador Constantino el Grande hizo de ella la Nova Roma, capital de su nuevo imperio. Y mientras el occidente de Europa se sumía en la Edad Oscura, la ciudad alcanzaba un gran poder.
El Imperio llegó a su máxima extensión con Justiniano I que dejó como legado más destaco Santa Sofía, que fue la principal iglesia de la cistiandad durante más de 900 años, hasta su conversión en mezquita en el siglo XV, cuando le fueron agregados contrafuertes y minaretes. Su gran cúpula, una verdadera hazaña de ingeniería de 15 pisos de altura, fue construida con ladrillos ligeros y descansa sobre pilares macizos y medias cúpulas. Cuando los visitantes miran hacia arriba todavía se rinden ante su grandeza.
A unos pasos de Santa Sofía se encuentra otro legado de Justiniano, la Cisterna de la Basílica. Esta inmensa reserva de agua se alimentaba con aguas del norte, transportadas hasta allí por acueductos de piedra. Cientos de elegantes columnas y arcos de ladrillo sostienen el techo abovedado de ocho metros de altura. Varias pasarelas elevadas permiten recorrerla.
Pero el lugar más famoso del barrio es el palacio Topkapi, construido por Mehmet el Conquistador. Llegó a ser el hogar de 5.000 personas, famoso por su tamaño y opulencia, por las intrigas políticas , y sobre todo, por su harén, donde cientos de bellas mujeres complacían las pasiones y caprichos del sultán. La vida en el harén ha hecho volar la imaginación durante más de cuatro siglos y medio, siendo este laberinto de 400 habitaciones el lugar más visitado del palacio.
Sin embargo Topkapi es más que un harén. En las antiguas cocinas se descubre una colección de porcelanas chinas que por calidad y antigüedad, son de las más valiosas del mundo. En el museo del palacio se contemplan algunos de los objetos más curiosos del mundo: un diente de Mahoma, algunos de sus cabellos y la huella de su pie; un bastón que perteneció a Moisés y la mano y los huesos del brazo de Juan el Bautista.
Tras cruzar el puente Gálata se visita el barrio nuevo europeo, el lugar al que los griegos bautizaron como Pera y donde se encuentra el hotel más famoso de Estambul, el Pera Palas construido para alojar a los pasajeros que llegaban en el Orient Express. Centro de la vida social de la ciudad durante siglos, la lista de sus huéspedes famosos es larguísima. El más legendario es Ágatha Christie que, en la habitación 411 escribió su novela “Asesinato en el Orient Express”.
En un paseo por el barrio, se llega a la Torre de Gálata. Construida como defensa por los genoveses, los otomanos la transformaron en prisión, y posteriormente en observatorio desde lo más alto, a principios de siglo XVII, el joven Hezarfen Ahmed trepó a ella, se ajustó unas alas que él mismo había fabricado y se deslizó volando a través del Bósforo hasta el lado asiático, cubriendo una distancia de algo más de 3 km. Ahora es un mirador con una gran panorámica: la ciudad vieja y el mar de Mármara al sur, Asia al este, el estrecho del Bósforo al norte y el Cuerno de Oro al oeste.
Ya tarde de una mezquita situada al norte llega el grito amplificado del muecín que llama a los fieles a la oración. Segundos después se oye otra llamada, procedente del sur. A ellas se une otra y otra y otra más. La música se eleva sobre la ciudad cuando las 200 mezquitas de Estambul se unen a la sinfonía.
El palacio Dolmabahçe, a orillas del Bósforo, fue construido por el sultán Abdül Mecit para sustituir al Topkapi, que le resultaba demasiado grande. La apreciación es relativa, pues el nuevo y pequeño, tiene 285 habitaciones. No escatimó en gastos: instaló un hamam de alabastro, arañas de cristal de Baccarat y una enorme entrada ceremonial, autentica filigrana de panes de oro y pinturas. Y, por supuesto, un inmenso harén. Las colecciones expuestas se ajustan al lujo y exceso asociadas a los sultanes y ayudan a comprender porque Turquía estaba en bancarrota cuando el Imperio otomano se hundió, tras la primera guerra mundial.
Sin quitarme de la cabeza lo poco que me había servido la compra de la “poción real” y el enorme harén, tomo la decisión de visitar unos baños públicos de la ciudad. Me habían dicho que una sesión en un buen hamam, relaja los músculos, elimina impurezas de la piel e incluso cura la depresión, además de otras enfermedades. Elijo el Cagaloglu Hamani, de la ciudad vieja, con 300 años de antigüedad y su interior es todo de mármol claro y madera oscura que le dan un aspecto venerable y agradable.
A cambio del pago me entregan unos zuecos, una toalla y una llave de vestuario. Con la toalla como única vestimenta, me dirijo a la sauna y me tumbo sobre las losas de mármol y al poco un fornido tipo de pelo en pecho y gran bigote negro me gesticula para que me tumbe sobre el estómago. Luego me aplica una serie de intensas friegas en la espalda, los brazos y las piernas. Luego, me lleva a un lavabo de mármol, y me sienta en un pequeño banco. Me arroja varios cuencos de agua caliente sobre la cabeza y me frota de nuevo con algo parecido a una esponja, como si quisiera borrarme un tatuaje. Me enjabona todo el cuerpo y después me aclara. Cuando termina, estoy seguro de dos cosas: no haber estado nunca tan limpio y que un hamam no es un harén.
Tres de las mezquitas que nadie debería perderse son la del sultán Ahmet, construida cerca de Santa Sofía, y la de Süleymaniye. La primera, más conocida como la mezquita Azul por su decoración con 20.000 azulejos procedentes de Iznik. Sus seis minaretes (casi todas las mezquitas tienen cuatro o menos), permiten identificarla sin problemas y no es difícil entender porque es la más visitada de la ciudad.
Süleymaniye fue ordenada por Sueleimán el Mágnifico y construida bajo la dirección de Sinán, uno de los grandes arquitectos de la historia. Está considerada como la mezquita más perfecta. La enorme bóveda interior, los exquisitos azulejos, las ventanas de cristal pintado, los mármoles, los trabajos con madera incrustada de marfil y las llamativas inscripciones caligráficas justifican ese juicio.
Y la pequeña Rüstem Pasa, también obra de Sinán, a poca distancia del Bazar de las Especias. Su interior vacío de turistas, resulta deliciosamente acogedor. Los bellos azulejos de Iznik parecen aquí más impresionantes.
Otra visita obligada, aunque de índole distinta es el salón de narguile Corlulu Medresesi. En su interior, un oasis de paz en medio del bullicio urbano, varios hombres aspiran, con largos tubos con boquilla de metal, mientras conversan rodeados por nubes de un humo muy dulce. Siempre hay alguien dispuesto a enseñar la técnica y animarte. Pese a que el humo es suave, el mareo no tarda en presentarse.
Tras este paréntesis, el camino nos llevará Al Gran Bazar, un laberinto de avenidas y pequeños puestos que se remonta al siglo XV. En este batiburrillo pueden adquirirse alfombras, monedas, joyas de oro y plata, utensilios de cobre, armas, almohadas, objetos de piel, pipas, turbantes y mil otros productos. Después de la visita, de horas o de días, cuando se logra salir, hay que buscar un vendedor callejero de “kokoreç”. Una mezcla de carne a la parrilla, servida con tomates y pepinillos en pan fresco de pita, con aspecto apetecible hasta que te enteras de que se elebora con intestinos de cordero. Ante mi expresión, el vendedor completa la información con un tranquilizador......”primero se limpian” A pesar de las reservas, hay que admitir que el “kokoreç” está bueno.
Animado por sus sabios consejos y el entendimiento del idioma que muestra, me atrevo a preguntarle por la poción de amor que había adquirido. Entonces cuenta un viejo dicho turco “Si el marido la toma, la mujer no puede dormir; si la mujer la toma, el marido no puede dormir, pero si la toman las dos, entonces son los vecinos los que no pueden dormir”. Alegre miro a Isa a quién sorprendo intercambiando una risita burlona con el vendedor que me hace pensar que voy a seguir sin tener suerte.
Mucho queda por ver en esta hermosa ciudad donde sus habitantes parecen siempre sonreir y estar alegres por vivir, pero nuestro tiempo ha tocado a su fin. ¡VOLVEREMOS!
Por la vida, ilis
La vida o es una aventura excitante o no merece ser vivida.