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Escapada al esplendor del imperio romano

Ilis

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BASTA YA


La capital extremeña es uno de esos lugares donde el pasado apabulla. Es cierto que tiene varias personalidades, pero una sola, la romana, oprime de tal manera a las otras que incluso las aplasta. Esa “Emerita Augusta” fundada por Publio Carisio en el año 25 a.C. a iniciativa del emperador Octavio Augusto, como premio a los soldados veteranos supervivientes de las durísimas guerras cántabras.

Como siempre hacían, se trazaron los limites urbanos mediante un arado tirado a la derecha por un toro y por una vaca a la izquierda. Luego se procedió al reparto de tierras. Planos de los lotes de tierras fueron dibujados en tablillas de bronce en doble copia, una para enviar a Roma y la otra para los archivos de la ciudad.

La minuciosidad del proceso, su deseo de permanencia, se aprecia en todo el legado emeritense de aquella civilización. Allá donde miremos, pervive la presencia del mundo romano: puentes y acueductos, circos, teatros y anfiteatros, termas y templos. Cuando se contempla la fortaleza y la hermosura de estos edificios, no se explica cómo el tiempo pudo con semejante imperio.

Ya a la entrada de la ciudad nos topamos, con el airoso acueducto de los Milagros, que transporta el agua desde el embalse de Proserpina. El contraste entre los sillares de piedra y el ladrillo poco parece importarles a sus actuales habitantes, las cigüeñas, que han elegido como hogar los restos de la doble arquería.

No muy lejos se encuentra el Circo Máximo, en cuya enorme arena se desarrollaba el espectáculo favorito de la época. A poco que se deje volar la imaginación, es fácil ver aquellas carreras de cuadrigas alrededor de la “spina” central, con la multitud rugiendo al paso de los carros conducidos por los aurigas.

El legado romano de Mérida nos grita, y de qué manera, las luces y sombras de una sociedad capaz tanto de los mayores logros de belleza como de los peores extremos de crueldad. En ninguna parte resulta más evidente esta doble cara que en el conjunto del teatro y el anfiteatro.

El teatro nos conmueve porque evoca la cara positiva de la refinada civilización romana: el público del graderío atento a las evoluciones de los actores y éstos, con sus mascaras y disfraces, declamando bajo las miradas de los dioses representados por las estatuas del púlpito. Todavía lo hacen hoy, y no solo en nuestra mente, porque este recinto recupera cada verano en los Festivales de Teatro Clásico los mejores logros de la gran literatura de siempre.

Todo lo bueno del arte, junto a todo lo negro de la muerte, porque justo al lado, el cascarón elíptico del anfiteatro nos recuerda lo más repulsivo y sangriento de la misma sociedad: su complacencia ente el sufrimiento de unos gladiadores que, para su desgracia, terminaban sus días peleando a vida o muerte. O el de aquellos otros condenados a ser devorados por las fieras ante el aplauso general.

Sabemos, por los testimonios de la época, hasta que ponto los romanos adoraban los aspectos más sangrientos de los juegos circenses. Aún hoy, cuando el anfiteatro es sólo una hermosa ruina, resulta difícil no sentir el sufrimiento de las víctimas.
De allí llegamos al cercano Museo Nacional de Arte Romano. Su arquitecto, Rafael Moneo, nos engaño a todos con este edificio: se le pidió un museo, y él creó un gran teatro de espectacular decorado, un microcosmos donde el ladrillo visto, la luz cenital y los muros paralelos perforados por arcos trabajan de manera tan efectiva que los fondos del museo casi cobran vida.

Es cierto que en toda Mérida los muertos están muy vivos, pero aquí además nos miran y nos hablan, porque en este escenario nosotros preguntamos y ellos nos responden. Los quehaceres cotidianos de aquella gente, sus diversiones y actividades públicas, sus creencias, su forma de morir, todo está explicado en los miles de piezas que forman uno de los fondos más importantes del mundo. Y sigue creciendo, porque en Mérida basta hurgar un poco en los costurones del tiempo para que el ayer salga de sus entrañas. No extraña que las excavaciones estén limitadas, hasta ver si se pueden catalogar y conservar tantos fondos como aparecen.

Pero tanto esplendor romano no deben cegarnos. Mérida tiene otros muchos encantos que conviene descubrir. Por citar solo algunos, la colección de Arte Visigodo en la iglesia de Santa Clara, o la alcazaba árabe, que construyera Abderramán II. Un paseo por la plaza de España y sus alrededores nos llevará en volandas hacia un pasado de tranquila ciudad de provincias, con sus en jalbegadas casonas flanqueadas por naranjos y palmeras. En la misma plaza se alzan el renacentista palacio de Burnay, que dio cobijo al mismísimo Felipe II, el cuidado edificio del Ayuntamiento y el casino, testigo ya centenario de apasionadas partidas de naipes e interminables discusiones sobre lo divino y lo humano.

Es ésta una Mérida intemporal, extremeña hasta la médula, que ha atravesado siglos de letargo y que lucha por desperezarse y mirar hacia delante. Adentrándonos en ella, la visita nos encamina hacia las nuevas arquitecturas más innovadoras, como el puente de Lusitania, la estación de autobuses o el edificio de la Junta de Extremadura, erigido sobre los restos, como no, de un yacimiento romano, el de la Morería. Es una nueva arquitectura para una ciudad que quiere poner de acuerdo el pasado y el presente.

Desde la “Emerita Augusta” del emperador Octavio hasta la Mérida capital de la Comunidad Autónoma, mucho agua ha corrido bajo el puente romano del Guadiana y hay que aprovechar el resultado comiendo las especialidades en carnes de cerdo, cordero, conejo y cabrito, acompañados de sabrosos revueltos de espárragos trigueros o la ensalada de “zorongollos” y los “cojondongos”.

Por la vida, ilis
 
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