Ilis
Participativ@
BASTA YA
Ahora que ya nadie duda del aceite de oliva como bálsamo de salud, acercarse a sus fuentes directas cobra el valor de una peregrinación iniciática. Para ello, no hay mejor momento que a comienzos del invierno, cuando la campaña de la aceituna se encuentra en pleno trajín, ni mejor lugar que la cordobesa Baena, sólida ciudad que pasa por ser una de las capitales mundiales del aceite.
En Baena, la campiña baja deja de serlo y se eleva. Las ondulaciones se enristran en colinas y cerros, como el que le sirve de asiento, mientras el tropel de los olivares dibuja una trama geométrica que no se detiene hasta llegar al confín de Andalucía. De aquí arranca el mayor manchón olivarero del planeta: aquí tiene su casa el árbol más pacifico, civilizador y milenario de nuestra cultura.
Antes de llegar a Baena, ya se ven las cuadrillas de aceituneros que ordeñan y varean los plantíos para recoger el noble fruto de la aceituna. Una escena que, más o menos, se ha visto reproducida en todo el orbe mediterráneo. Al entrar en las primeras calles, el olor de las almazaras pone el olfato sobre aviso.
Una vez en el casco urbano, se hace patente el mestizaje de una villa donde se dieron la mano iberos, romanos, musulmanes, hebreos y cristianos. Para los incrédulos, en lo más alto están los restos del castillo árabe, su basamento latino, aún hoy, reconvertidas sus torres de defensa en humildes hogares, y las venerables piedras de la iglesia de Santa María, con campanario plantado sobre un alminar y arabescos góticos en la portada y las bóvedas.
Abundando en la variedad, el convento de la Madre de Dios abre su portal renacentista a la plaza del Palacio, balcón que otea el inmóvil oleaje de la campiña salpicada de pueblos blancos.
El entresijo de callejas pinas y recortadas que se desliza a partir de la plaza sumerge al viandante en una atmósfera entre señorial y campesina, de casonas solariegas y arquitectura popular con rincones de nombre sonoro como el torreón del Arco Oscuro.
Calle abajo, en sitios llanos y desahogados, bullen aires más modernos. La plaza del Coso, con el descomunal y barroco telón de fondo de la Casa del Monte, invita a tomárselo con calma y concederse un relajo en los soportales.
Más allá, el rótulo de azulejos en el añejo molino de aceite de Santa Lucía, que espejea entre los árboles del parque, nos indica que ha llegado el momento de contemplar de cerca cómo se extrae la esencia vital de Baena, el zumo obtenido mediante los métodos tradicionales de la molienda con rulos de granito y la presión en “frío”. Luego vendrá la cata para estimar sus cualidades, el almacenaje en “bodega”, cual si del mejor de los vinos se tratara y finalmente la degustación.
Entre los platos más típicos elaborados con este aceite, podemos deleitarnos con las cachirolas de jamón con tomate, el revoltillo de habas con jamón y el carnerote con patatas bien acompañados con vinos de Montilla-Moriles de los que Baena también presume.
Fuera, el tamborileo de los dedos descargando las ramas de los olivos sigue marcando el ritmo del invierno, antes del atronador redoble que anunciará la primavera tras su Semana Santa Judía y el enfrentamiento incruento de sus “colinegros” y “coliblancos”.
Si la visita se nos hace corta, en los alrededores están Doña Mencía, villa del “sur profundo” que alberga un castillo del siglo XIII y la iglesia de la Consolación.
Cabra, pueblo de un marcado carácter árabe. Además del castillo, tiene bellas iglesias y casonas de estilo barroco.
Sueros con su castillo árabe en lo alto de una peña que domina la villa y la iglesia del siglo XVI, edificada sobre la vieja mezquita. En su término municipal está la Cueva de los Murciélagos habitada durante el Neolítico, de aquella época conserva bellas pinturas rupestres.
Por la vida, ilis
Ahora que ya nadie duda del aceite de oliva como bálsamo de salud, acercarse a sus fuentes directas cobra el valor de una peregrinación iniciática. Para ello, no hay mejor momento que a comienzos del invierno, cuando la campaña de la aceituna se encuentra en pleno trajín, ni mejor lugar que la cordobesa Baena, sólida ciudad que pasa por ser una de las capitales mundiales del aceite.
En Baena, la campiña baja deja de serlo y se eleva. Las ondulaciones se enristran en colinas y cerros, como el que le sirve de asiento, mientras el tropel de los olivares dibuja una trama geométrica que no se detiene hasta llegar al confín de Andalucía. De aquí arranca el mayor manchón olivarero del planeta: aquí tiene su casa el árbol más pacifico, civilizador y milenario de nuestra cultura.
Antes de llegar a Baena, ya se ven las cuadrillas de aceituneros que ordeñan y varean los plantíos para recoger el noble fruto de la aceituna. Una escena que, más o menos, se ha visto reproducida en todo el orbe mediterráneo. Al entrar en las primeras calles, el olor de las almazaras pone el olfato sobre aviso.
Una vez en el casco urbano, se hace patente el mestizaje de una villa donde se dieron la mano iberos, romanos, musulmanes, hebreos y cristianos. Para los incrédulos, en lo más alto están los restos del castillo árabe, su basamento latino, aún hoy, reconvertidas sus torres de defensa en humildes hogares, y las venerables piedras de la iglesia de Santa María, con campanario plantado sobre un alminar y arabescos góticos en la portada y las bóvedas.
Abundando en la variedad, el convento de la Madre de Dios abre su portal renacentista a la plaza del Palacio, balcón que otea el inmóvil oleaje de la campiña salpicada de pueblos blancos.
El entresijo de callejas pinas y recortadas que se desliza a partir de la plaza sumerge al viandante en una atmósfera entre señorial y campesina, de casonas solariegas y arquitectura popular con rincones de nombre sonoro como el torreón del Arco Oscuro.
Calle abajo, en sitios llanos y desahogados, bullen aires más modernos. La plaza del Coso, con el descomunal y barroco telón de fondo de la Casa del Monte, invita a tomárselo con calma y concederse un relajo en los soportales.
Más allá, el rótulo de azulejos en el añejo molino de aceite de Santa Lucía, que espejea entre los árboles del parque, nos indica que ha llegado el momento de contemplar de cerca cómo se extrae la esencia vital de Baena, el zumo obtenido mediante los métodos tradicionales de la molienda con rulos de granito y la presión en “frío”. Luego vendrá la cata para estimar sus cualidades, el almacenaje en “bodega”, cual si del mejor de los vinos se tratara y finalmente la degustación.
Entre los platos más típicos elaborados con este aceite, podemos deleitarnos con las cachirolas de jamón con tomate, el revoltillo de habas con jamón y el carnerote con patatas bien acompañados con vinos de Montilla-Moriles de los que Baena también presume.
Fuera, el tamborileo de los dedos descargando las ramas de los olivos sigue marcando el ritmo del invierno, antes del atronador redoble que anunciará la primavera tras su Semana Santa Judía y el enfrentamiento incruento de sus “colinegros” y “coliblancos”.
Si la visita se nos hace corta, en los alrededores están Doña Mencía, villa del “sur profundo” que alberga un castillo del siglo XIII y la iglesia de la Consolación.
Cabra, pueblo de un marcado carácter árabe. Además del castillo, tiene bellas iglesias y casonas de estilo barroco.
Sueros con su castillo árabe en lo alto de una peña que domina la villa y la iglesia del siglo XVI, edificada sobre la vieja mezquita. En su término municipal está la Cueva de los Murciélagos habitada durante el Neolítico, de aquella época conserva bellas pinturas rupestres.
Por la vida, ilis
